Editorial Camino al Sur

Para que puedas iniciar

Te  dejamos el primer relato... recordá que las historias se van entrelazando y esto cada vez se pone más interesante.


DORMIR EN EL PATIO


Escrito por: Márgara Averbach
Ilustrado por: María Lavezzi 

Yo no necesitaba que me repitieran que yo era una chica con suerte. Cierto: era de las pocas que tenían pasto y plantas, y espacio en la cuarentena. ¿Y qué? Igual, estaba cansada de golpearme contra las paredes. De seguir en Buenos Aires, dos semanas después del supuesto final de mi viaje.

Se lo grité a Lala por el celular.

-Can-sa-da, Lala, estoy can-sa-da, ¿entendés? ¿Vos también me salís con lo de la casa? ¿En serio? ¿Soy la única sin derecho al malhumor porque justo me tocó la cuarentena en lo de mis tíos? -Le colgué por supuesto. Y por supuesto, dos segundos después, me arrepentí. A ese ritmo, no me iba a quedar ni un amigo para llamar por teléfono.

Y todo por culpa de un virus que, encima, a nosotros no nos hace mucho, cosa que los tíos me repetían constantemente. Esa es otra... Dale que dale con eso, como si yo tuviera miedo. ¿La verdad? Yo eso del bicho no me lo creo del todo. No, a mí, lo que me mata es el encierro y, más todavía, el encierro acá. Por dos días..., no pude volver a Mar del Plata. Dos días. Yo quiero mucho a los tíos, claro, pero hubiera preferido estar allá. Acá me están encima todo el día: "¿Te traigo algo?"; "Esto pasa rápido, vas a ver"; "Mañana te hago una torta". No entiendo por qué, pero eso también cansa.

¿Suerte? Hasta hace unos días, no me parecía que tuviera ni un poquito. Acá estoy, en Buenos Aires a fines de marzo. ¿La verdad? Esta ciudad siempre me dio miedo. Hasta hace unos días, me daba miedo este barrio medio de casas bajas, medio de edificios de diez, doce pisos. Pero cuando me quejaba, todos me venían con la casa, el jardín, las plantas.

-Vos tenés un "afuera" -me dijo papá para consolarme.

A ver si nos entendemos, Lala, papá, todos: el "afuera" ayuda, cierto. Pero esto es la soledad. Ni siquiera hay pasillos o ascensores donde cruzarse. Y encima, cuando está por terminar todo y yo ya me veo en el ómnibus camino a casa, la radio dice que no, que la cuarentena no se levanta.

La radio: acá la tienen todo el día encendida. Y una cosa es cierta: el encierro lo cambia todo. Antes, para mí, eso era cosa de viejos. Ahora, me llevo el aparato negro al patio a la hora de la siesta. Medio como ruido de fondo, sí, pero, de a ratos, hasta presto atención.

El viernes, la noticia: la cuarentena sigue. Y acto seguido, una de esas voces perfectas empezó con los consejitos. ¡Ufa! ¿Disfruten la casa? ¿Sean positivos? ¡Guau! ¡Qué buena idea! Inservible todo eso: nunca explican cómo. Pero ese viernes la suerte cambió: la voz dijo que había que tratar de hacer que el fin de semana fuera diferente de los otros días. Ah, bueno, pensé yo, eso sí sirve.

Me pasé el resto del día pensando cómo marcar el sábado. Y no se me ocurría nada. Nada. Hasta que, como me pasa a veces, se me cruzó una imagen vieja, un recuerdo: me vi en el Sur, hace unos años, en carpa, con mamá y papá. Los tres de noche, bien abrigados, mirando las estrellas.

"Listo", pensé y me fui corriendo a buscar a la tía.

-Quiero dormir afuera esta noche -le dije y no la dejé reaccionar: le expliqué lo de las instrucciones de la radio-. Vos siempre decís que querés que la pase bien...

Creo que fue ahí me di cuenta de que no conozco bien a los tíos. Yo esperaba cierta resistencia y ellos me sorprendieron: les gustó la idea. Les gustó mucho a los dos.

Soy una genia: hasta los preparativos fueron divertidos. El tío trajo el colchón y lo puso sobre una lona. La tía organizó una especie de carpa con cuatro sillas plegables y un tul larguísimo que tenían por ahí guardado ("Para los mosquitos", aclaró como si hiciera falta). Después pusimos la cama y yo me traje un banquito como mesa de luz.

Le di una vuelta alrededor: hermoso, mi dormitorio al aire libre.

Antes de cenar, me metí bajo el tul para ver cómo era el mundo desde ahí. Y vi mucho: las hojas enormes de la palmera gigante; la pared marrón del edificio de al lado, con los balconcitos que dan sobre el pasillo flaco donde crece un pasto seco; los pájaros que pasaron volando. Respiré por primera vez en días y eso hizo que me diera cuenta de que, en esa casa, me había estado ahogando. Ahora, en cambio, sentí que había llegado a alguna parte, que estaba de pie, con la arena tibia de la playa bajo los pies. Era como viajar con patio. Y sin abrir la puerta de reja que daba al mundo casi inalcanzable de la vereda. El aire estaba blando y bueno, como si el verano no se hubiera ido del todo y yo me quedé quieta mientras la noche cambiaba los colores de las cosas.

Más tarde, me despedí de los tíos y me quedé un rato boca arriba debajo del tul. Ya me estaba durmiendo cuando empezó la música. Yo nunca había oído algo así. Era un sonido nuevo. Distinto. Y sobre todo, alegre. Sí, "alegre" es la palabra justa. Más que música; lo que bajaba hacia mí, en la oscuridad, era mucho más que eso: era una invitación.

Me senté en la cama y seguí escuchando. ¿De dónde venía eso? Salí de debajo del tul sin hacer ruido y me senté con las piernas cruzadas sobre las baldosas, al costado del colchón. La música venía del edificio, claro. Sí, ahí, en el segundo piso, un chico de remera verde.

Él no me vio mientras tocaba. Creo que ni siquiera había visto la cama en el suelo, las sillas, el tul, el banquito. La música bajó al patio y bailó conmigo. Y para mí fue como volar. En algún momento, escuché las dos cosas: esa alegría y el silencio de fondo que la hacía posible, esa ausencia increíble de frenadas, bocinas, motos, sirenas que se había abierto con la cuarentena.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando la música terminó, me paré, aplaudí con fuerza y grité: "¡¡¡Bravo, bravo!!!", como en las películas. El chico se asomó al balcón, creo que un poco asustado.

Nos miramos.

Hacía días y días que yo no miraba a nadie que no fueran mis tíos, excepto en las pantallitas de los celulares. Mirarse era una emoción casi nueva. Él también lo sintió porque tardó un momento en reaccionar. Después, sonrió y me hizo una reverencia como si estuviera en un teatro.

-Soy Alan -dijo y yo seguí aplaudiendo un ratito, como si le pidiera un bis. Después, me senté en el suelo de nuevo y nos pusimos a charlar así, desde lejos. Las voces volaban con facilidad en la noche callada.

-¿Qué instrumento es ese?

Eso fue lo primero que le dije. No le vi la cara (faltaba luz), pero estoy segura de que le gustó mucho mi pregunta.

-Una kalimba -dijo y tocó algo más. Después, tosió una vez y ofreció-: Si querés, te enseño. Tengo varias. Podríamos..., podríamos tocar de a dos para todos... -Levantó el brazo y señaló la vereda, los balcones, las ventanas de enfrente, la calle, el universo.

Cuando por fin me acosté debajo de la niebla blanca del tul (era bastante tarde), soñé que Alan y yo tocábamos un concierto de kalimbas, y que mamá y papá y los tíos nos aplaudían desde las sillas que sostenían el tul.

Al día siguiente, cuando me levanté, todo había cambiado. Ni siquiera tuve que preguntarme qué día era: el sábado me rozaba las manos, la cara. Por ahí era porque tenía un plan. Eso me enseñó la cuarentena: que necesito planes para respirar. Y que mis planes, cuando los pongo en el mundo, saben adónde ir. Como el agua, que siempre sabe dónde queda el abajo.

Mi tía me pidió que fuera a comprar algo a la farmacia que abría 24 horas en uno de los locales del edificio de Alan. Terminé el desayuno a las apuradas y salí corriendo. Ahora me gusta hacer mandados.

La farmacia estaba casi vacía: tal vez era temprano para un sábado. La mujer que estaba antes que yo charlaba con la farmacéutica. No le presté atención al principio. Pero de pronto, oí la palabra "música".

-No sé, hay alguien en el cuarto B que toca la guitarra toda la mañana, siempre. Siempre. Me revienta -protestó la señora.

La farmacéutica se quedó callada y me miró. Yo le sonreí, pero pensaba en los planes. De pronto, estaba apurada: quería volver a la casa y ponerme a pensar una forma de comunicarme con el cuarto B.

Por ahí terminábamos armando una orquesta.



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